“Buscando el bien de nuestros semejantes, encontramos el nuestro”
-Platón
Ana terminó de mirarse al espejo en el momento exacto en el que su padre entró a la habitación, sin levantar la voz le comunicó que para su cumpleaños número treinta quería recorrer el mundo, que de ahora en más se deicaría a fotografiar las historias de los menos favorecidos para mostrarlas al mundo. Con voz pausada, como quien habla con alguien que no domina el idioma, le explicó a su padre de la vida en los rincones del mundo: Las favelas en Brasil, el hambre en el Africa, los migrantes en la frontera mexicana, los abusos en las maquilas en Asia. Le costó una hora convencerle y explicarle a dónde y por qué. Al terminar de hablar su padre la invitó a pasar a la cocina donde la esparaba toda su madre para apagar las velas de su pastel de cumpleaños. Sí, el de sus 30.
Decidió lo que usaría para su narrativa: Una cámara digital nueva, un lente con zoom y su bolsa de piel para cargarla. Se emocionó haciendo pequeños bocetos de cómo serían las imágenes e imaginó donde estrenaría su trabajo y a quien dedicaría su primera exposición. Decidió viajar ligera y no llevar nada que no fuera necesario, vendió su auto, traspasó su tienda y se compró una de esas mochilas en las que cabe la vida entera.
Durante poco más de tres años, estirando cada centavo de su presupuesto, viajó a cada rincón que soñó; estuvo ahí, defendiendo minorías, empujando causas y haciéndolas propias; Protestó, propuso, se arriesgó; Aprendió a curar, a dar esperanza y a enseñar oficios; Pasó hambre, compartió el pan, lloró injusticias, lamió sus heridas, se atrincheró, cayó y se levantó. Más de una vez se preguntó si su llanto era de dolor o de felicidad; ella misma se desconoció, se reconoció y disfrutó volver a conocerse una y otra vez mientras se reinventaba.
Una mañana de abril llamó a sus padres desde el aeropuerto; haría escala de ocho horas antes de viajar por tierra al siguiente destino, esta vez en su país. Ya en casa de sus padres, se dio un baño y contempló con calma las cosas que había dejado, pasó su mano sobre su cama recién tendida por su madre pero no se acostó, tomó un par de camisetas y calzoncillos que había olvidado y los metió a su mochila. Después de la cena y tras un gran abrazo de sus padres salió a la calle donde ya la esperaban sus compañeros de viaje.
Dos semanas después, por televisión, escucharon en voz de un reportero, que su hija había muerto en un fuego cruzado durante una manifestación de paz a escasos kilómetros de su propia casa.
Al regresar a casa después de reclamar el cuerpo de su niña y en un arranque de dolor, el padre de Ana se recostó en la que fuera la cama de su única hija. Desde ahí, en vertical y entre lágimas, observó al fondo del closet una bolsa de plástico que le llamó la atención; al acercarse y levantarla, descubrió que en su interior se encontraba aún intacta y con etiquetas puestas la cámara de su hija.
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