Como siempre lo hago, le voy a decir la verdad, estimado lector: tuve la pantalla de mi computadora en blanco por más de quince minutos.
No es que faltara tema, creo que sobra. El lío fue que me quedé pensando bajo qué enfoque transmitirle mi opinión respecto de lo que hoy rodea al “gasolinazo”, porque, estimo, hay dos: el técnico y el político. Por espacios, y sobre todo por su tiempo, me decidí por el primero, trataré de hacerlo digerible.
La deuda pública está por los cielos: al inicio del sexenio era de 33.9 por ciento del PIB y, hoy, es cercana al 50 por ciento del producto interno bruto con el que cerró 2016. Partiendo de ahí, y sumándose al obscuro escenario crediticio otros factores como la devaluación del peso, ya no es viable (por estar al borde del caos financiero, no por “responsables” como quieren aparentar ahora son) seguir endeudándonos, no se puede, no es opción para Peña.
El problema es, que aunque el gobierno ha gastado por décadas más de lo que tiene (deuda pública exorbitante); como todo gobierno, necesita recursos, y ante tal situación Peña y su equipo han decidido que la difícil situación financiera por la que atravesamos –que fue generada por malos gobiernos, incluido éste-, la cargue el pueblo y no ellos.
Explico: El gasolinazo podría no ser tal, siempre y cuando el gobierno decidiera reducir en un 50% el impuesto especial sobre producción y servicios (IEPS), lo que implicaría dos pesos menos el costo por litro de gasolina, pero, seamos francos: esto no va a pasar.
Porque aunque México sea uno de los países que más le carga impuestos a los combustibles (37%), vuelvo a lo mismo: el gobierno federal necesita dinero y, ante la inviabilidad de apalancamiento internacional (más deuda), decidió que nosotros, la gente, lo paguemos, en vez de apretarse el cinturón ellos, materializando planes de austeridad (sí, planes integrales, no ideas vagas como reducir el 10% del sueldo de funcionarios, que salió a decir Peña, me parece extremo, además de ilegal), comprometiéndose con la eficiencia del gasto, eliminando prestaciones y gastos superfluos –que caracterizan al gobierno-, reduciendo presupuestos como el de publicidad, por citar alguno, y, sobre todo: combatiendo la corrupción sin simulación, ni complicidades.
Y es que: ¿Por qué nosotros sí tenemos que modificar nuestra economía familiar y/o empresarial, y ustedes no son capaces de adquirir una modificación en sus privilegios? Por ejemplo: ¿Cuánto dinero más habilitaría el gobierno federal si determinara que el pago de celulares de funcionarios alrededor de la república, se hiciera por ellos mismos en vez de que sean a costa del erario? ¿Cuánto, si los vales de gasolina solo fueran para policías y para aquellos funcionarios que sí gastan en estrictas tareas de su trabajo el combustible? ¿Cuánto, si se limitaran o eliminaran los llamados “gastos de representación”?
Díganos por favor, porque estamos hartos: ¿Cuánto se habilitaría si no se “diezmaran” las licitaciones, hombre? ¿Cuánto, si en vez de camionetas cuyo valor supera el medio millón de pesos por unidad -y cuyo cilindraje es el más caro-, trajeran carros?
¿Cuánto, si se hiciera una revisión simple sobre la duplicidad de programas o sobre el gran número de personas que, sin hacer nada, siguen engruesando la nómina gubernamental? ¿Cuánto, si, en vez de comprar los boletos de avión a través de agencias de viajes, se hiciera directamente con las aerolíneas? ¿Cuánto, si dejan de una vez por todas de comprar a través de comercializadoras sexenales? ¿Cuánto, si se detuviera la malversación y la simulación? ¿Cuánto, caray?
Mi conclusión, estimado lector, es, en tres: 1) que no podremos ver en un futuro cercano los beneficios de la reforma energética, por culpa del grave problema de las finanzas públicas del país, 2) que hasta hoy, el gobierno ha decidido que seamos nosotros sobre quienes pese tal problema y 3) que no debemos bajar la guardia: urgen nueva reforma fiscal, real combate a la corrupción y auténtica responsabilidad en el ejercicio del gasto.
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