El país de mis padres
Por Ricardo Alexander M.
No era perfecto, pero había esperanza. En el país de mis padres se iba construyendo la democracia mexicana. Se creó un instituto electoral autónomo que garantizaría que las votaciones fueran libres y para eso se hizo un andamiaje que buscara la independencia de sus consejeros.
Era el país de los Juegos Olímpicos del 68, del terremoto del 85 y la crisis del 94. Que vio nacer al Ejército Zapatista y el asesinato de Colosio. Que sufrió, pero también sabía volverse a poner de pie.
Era ese México que firmó el Tratado de Libre Comercio más importante del mundo y nos colocó dentro de las principales economías del orbe.
Que le dio independencia al Banco Central y creó al Inegi para tener información confiable a la hora de tomar decisiones. También vio nacer a la Comisión Nacional de los Derechos Humanos para evitar los abusos del poder, que eran el pan de cada día.
En el México de mis padres, llegó la transición en el gobierno. Se unió en el año 2000 para sacar al PRI del poder, de una vez por todas.
Fue el país que se hartó de tanta violencia y su vibrante sociedad civil marchó vestida de blanco en junio de 2004 contra la impunidad y la delincuencia, para exigirle al gobierno que hiciera su trabajo.
Estamos hablando de la nación que decidió evitar en 2006 el populismo de López Obrador y lo volvió a castigar en 2012 con el voto popular.
Eran tiempos donde no se resbalaban los escándalos de corrupción que se volvían públicos y, por lo menos en apariencia, eran perseguidos.
Ese país de mis padres estaba lejos de ser perfecto, pero parecía que iba en el sentido correcto.
Ahora, en el México de hoy, las cosas son diferentes. Nuestra generación decidió que era mejor que todos fuéramos más iguales, aunque estuviéramos peor.
Dispuso que estábamos de acuerdo en que las instituciones que se consolidaron por décadas fueran destruidas sistemáticamente. Que no importaba que todos los días viéramos un retroceso en seguridad, salud y economía, mientras nos invitaran a conciertos gratuitos.
Que no había ningún problema con que no avanzáramos en estado de derecho y que dejara de funcionar el Poder Judicial y la Fiscalía General de la República, siempre y cuando nos regalaran unos pesos.
Decidimos que estábamos conformes con que se dejara de admirar la profesionalización y el conocimiento, y en su lugar se premiara la ineptitud y la mediocridad.
Aceptamos que estaba bien tener un gobierno que se jactara de su propia ignorancia y cínicamente nos dijera que sus miembros eran diferentes mientras se filtraban videos de sus corruptelas.
Ahora vemos, pasmados y con la complacencia de nuestra clase política, cómo se pretende destruir el andamiaje electoral que tanto trabajo y dinero costó construir.
Nuestra generación cambió su voz crítica por una complaciente en la que desdeña el futuro. Y sin saber cómo o cuándo pasó, parece que hemos perdió el rumbo del México al que aspiraban nuestros padres.
Y lo peor, a diferencia de quienes vinieron antes de nosotros, es que todo indica que ya no nos importa el país que le estamos dejan- do a nuestros hijos.