Símbolos de una democracia fallida
Opinión Del Experto Nacional por Ricardo Alexander M
Mientras escribía mi tesis para la carrera de derecho sobre el sistema presidencial mexicano, hace no tanto tiempo, los libros sobre democracia, escritos en la última década del siglo pasado y en los primeros años del actual hablaban de Venezuela como una de las grandes promesas del continente y de los pocos países latinoamericanos en donde ésta estaba consolidada o en vías de consolidación, a diferencia de México, cuyo sistema electoral y de gobierno era controlado por un partido hegemónico.
Pocos años han pasado y el panorama es completamente diferente. Venezuela se ha convertido en el símbolo del fracaso como estado. Tiene una economía hecha pedazos, con una inflación –según varias estimaciones– arriba de 1,000,000% anual, con una enorme inestabilidad política, en donde dos ciudadanos que se dicen presidentes, son apoyados, cada uno, por la mitad de la comunidad internacional, cuya población vive bajo los peores índices de violencia y homicidios del mundo, y donde el respeto a los derechos humanos es más bien un concepto de los libros de ficción. Únicamente alguien que tiene una percepción totalmente fuera de la realidad, como Yeidckol Polevnsky, secretaria general de Morena, puede aspirar a que seamos como la Venezuela de Nicolás Maduro.
En términos generales y sin entrar en detalles, una serie de hechos llevó a Hugo Chávez al poder en 1999 y las malas decisiones tomadas desde entonces derivaron en la situación actual –y todo indica que se va a poner mucho peor–, la cual ha dejado a su paso algunos símbolos de la decadencia de ese país sudamericano en las últimas décadas.
Uno de ellos es el Centro Financiero Confinanzas en el centro de Caracas, mejor conocido como Torre de David. Éste es un complejo de edificios, mayor de 45 pisos, que buscaba colocarse dentro de los tres rascacielos más grandes del país, que comenzó su construcción en la década de los 90, pero no pudo terminarse debido a la crisis financiera que sufrió Venezuela en 1994. Algunos años después, el complejo que pretendía convertirse en un pequeño Wall Street, incluyendo un hotel y residencias, empezó a ser saqueado y, posteriormente, ocupado de manera ilegal por cientos de familias de escasos recursos, que utilizaban motocicletas para subir por rampas, las cuales lograron organizarse para contar con servicios básicos –como agua en el piso 22–, creándose un barrio vertical con todo tipo de comercios informales, incluidas guarderías, barberías y bodegas.
Se calcula que más de mil familias vivían en el complejo, el cual fue finalmente desocupado en 2015 mediante enormes esfuerzos del gobierno para otorgar vivienda digna a esas personas. Hoy en día, la enorme estructura semiderruida se impone en el centro de la capital venezolana como un reflejo de lo que ocurre en todo el país.
Otro símbolo al fracaso estatal de Venezuela es el Helicoide, un enorme edificio que asemeja una pirámide de tres lados cuya construcción comenzó en la década de los 60 y buscaba ser un centro comercial moderno, emblemático y lujoso de Latinoamérica –se dice que fue alabado por Pablo Neruda y Salvador Dalí–, que incluiría un hotel, helipuerto, más de 300 tiendas y un enorme domo que se vería desde kilómetros de distancia.
El centro comercial nunca abrió sus puertas y el lugar estuvo abandonado por años. En los 80, algunas agencias estatales comenzaron a instalarse en el complejo, incluido el ahora Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional. Al día de hoy, el Helicoide es un centro de detenciones y tortura de presos políticos, según han documentado diversas ONG –esas organizaciones sociales que no le gustan a nuestro gobierno– y organismos internacionales, y es donde, hace un par de meses, murió el opositor al régimen Fernando Albán, al precipitarse de un décimo piso, en un supuesto “suicidio”.
Estos símbolos llaman la atención por ser evidencia de un país con un futuro prometedor, democrático y próspero, que de un momento a otro se convirtió en un desastre cuyo fin no se vislumbra cerca. Tal vez resulte aventurado pensar que otros países no estamos propensos a sufrir un destino similar.