#Opinión || 11-S: El día que la historia se tiñó de humo y sospecha
Por Enrique Diez Piñeyro Vargas
El calendario mundial marcaba el año 2001. Apenas unos meses antes, en Estados Unidos, George W. Bush había asumido la presidencia bajo una sombra de ilegitimidad que lo acompañaba desde las controvertidas elecciones del 2000. La victoria se definió en el estado de Florida, gobernado entonces por su hermano Jeb Bush, y finalmente en los tribunales. Era un inicio marcado por la incertidumbre, y con apenas un 24% de aprobación popular, el joven presidente parecía frágil en el escenario político.
Todo cambió una mañana de septiembre. El 11 de septiembre de 2001 amaneció con un cielo despejado en la costa este norteamericana, pero a las 8:46 a.m. la historia daría un giro inesperado. Un Boeing 767 de American Airlines, secuestrado tras despegar de Boston, se estrellaba contra la Torre Norte del World Trade Center en Nueva York. Diecisiete minutos después, otro avión de United Airlines impactaba la Torre Sur. Minutos más tarde, un tercer avión se incrustaba en el Pentágono, corazón del poder militar en Washington D.C. Y un cuarto, el Vuelo 93 de United Airlines, caía en Pensilvania tras la resistencia de pasajeros que evitaron su destino fatal: posiblemente el Capitolio.
El mundo, paralizado, contemplaba en vivo imágenes propias de un guion hollywoodense. El presidente Bush, sorprendido en una escuela primaria en Sarasota, Florida, recibía la noticia en voz de su jefe de gabinete: “Mr. President, America is under attack”. El Air Force One emprendía un vuelo errático, mientras en la Casa Blanca, el vicepresidente Dick Cheney asumía momentáneamente el mando y autorizaba el derribo de cualquier aeronave civil que desobedeciera órdenes de aterrizaje.
La incertidumbre se transformó en símbolo. Tres días después, entre humo y escombros, Bush apareció en Nueva York sobre los restos de las Torres Gemelas – en la zona cero – megáfono en mano, recordando al cine apocalíptico y evocando a un Franklin D. Roosevelt pos-Pearl Harbor. Su voz retumbó con un mensaje inequívoco: “And the people who knocked these buildings down will hear all of us soon.»
El enemigo fue identificado: Osama Bin Laden, personaje cercano a intereses petroleros de la familia Bush, señalado como autor intelectual. Y así, con rapidez quirúrgica, se construyó la narrativa del “eje del mal”. En una sesión solemne del Congreso, el presidente pidió autorización para emprender la guerra contra el terrorismo. Comenzaba la invasión de Afganistán en busca de Al-Qaeda, seguida de la ocupación de Irak bajo el pretexto de armas de destrucción masiva. El régimen de Saddam Hussein, enemigo jurado de Bush padre durante su mandato como presidente, cayó en el tablero.
El giro político fue sorprendente. De un presidente debilitado, Bush se transformó en comandante de la nación más poderosa del planeta, elevando su popularidad hasta un 80%. La economía de guerra se activó y, con ella, el reposicionamiento geopolítico de Estados Unidos en las vastas reservas petroleras y minerales de Medio Oriente. Fueron dos décadas completas de intervención norteamericana en aquellas lejanas regiones.
Veinticuatro años después, la herida sigue abierta. Las cifras oficiales registran 2,977 muertos, honrados cada 11 de septiembre en ceremonias solemnes. Sin embargo, persisten las dudas: ¿pudo haberse evitado la tragedia? ¿Fue negligencia o conveniencia? Las teorías no dejan de señalar la posibilidad de que, al mejor estilo de Hollywood, aquel horror sirviera como catalizador de un nuevo orden mundial.
El 11-S no solo derribó torres, sino que redefinió fronteras, legitimó guerras preventivas y transformó la arquitectura jurídica de la seguridad global. Hoy, más que nunca, la memoria de las víctimas obliga a repensar hasta qué punto el dolor humano se convierte en moneda de cambio de los imperios.
La historia lo registrará siempre con fuego en el calendario. Aquel día en que la nación más poderosa del mundo se vio vulnerable, y en que la humanidad entera descubrió que incluso los gigantes pueden arder.
“En la guerra, la verdad es tan preciosa que siempre debe ir acompañada de un guardián de mentiras.”
– Winston Churchill –