“Antítesis”.
¿El INE es perfecto?
Por Mario Flores Pedraza
¿El INE es perfecto? No. ¿Entonces por qué la sola mención de reformarlo desata histeria democrática? Como si la crítica razonada fuera sinónimo de conspiración autoritaria. Hay que decirlo con claridad: el Instituto Nacional Electoral, aunque ha sido pilar en la transición democrática mexicana, no es una institución sagrada. Es una construcción humana, histórica, con virtudes y defectos, y por lo tanto perfectible. Negarse a revisarlo es confundir legalidad con dogma, procedimiento con verdad.
El sistema electoral mexicano, con toda su parafernalia de boletas, credenciales y conteos, sigue plagado de opacidades. Empezando por el gasto obsceno de los partidos, que se reparten millones como si administraran un imperio. ¿Quién controla verdaderamente el origen de esos fondos? ¿Quién fiscaliza de verdad el uso de los recursos? El INE ha sido más un notario que un árbitro: registra, sanciona con tibieza, y luego continúa el juego como si nada. El elefante en la sala —la captura del sistema por intereses económicos y partidistas— permanece intacto.
Además, ¿cuántas veces más toleraremos candidaturas recicladas, “opositores” funcionales y campañas basadas en spots vacíos y guerra sucia? La democracia electoral mexicana se ha convertido en un mercado donde gana quien mejor compra imagen, no quien tiene mejores ideas. La deliberación fue sustituida por el algoritmo. El voto informado, por el voto inducido. Y la “representación”, por una tragicomedia donde los ciudadanos fingen elegir y los partidos fingen representar.
¿Y qué debería contener entonces una reforma electoral digna de ese nombre?
Primero, una reducción radical del financiamiento a partidos políticos, condicionado a su desempeño democrático, no solo a su cuota de votos. Segundo, mecanismos ciudadanos de fiscalización, no comités burocráticos internos. Que la auditoría la haga quien paga: el pueblo. Tercero, voto obligatorio con incentivos democráticos, para combatir el abstencionismo estructural que ya supera el 50% en muchas elecciones. No es libertad abstenerse: es renuncia.
Cuarto, debates públicos con formato deliberativo, no espectáculos televisivos. ¿Queremos elegir representantes o influencers? Quinto, revocación de mandato ciudadana, no presidencialista, para que el control del poder vuelva a las manos del pueblo. Y sexto, candidaturas independientes reales, no simulacros saboteados por requisitos imposibles.
La democracia, nos recordó Rousseau, no es un evento cada tres o seis años. Es una práctica cotidiana de vigilancia del poder. Y como enseñó Rawls, no basta con instituciones formales: hay que diseñarlas como si no supiéramos en qué posición estaríamos. Eso exige reglas más justas, menos cínicas, y sobre todo, más abiertas a la crítica.
Quienes temen una reforma al INE con el argumento de que se “pone en riesgo la democracia”, deberían primero preguntarse si eso que defienden sigue siendo democracia o simplemente el modelo actual de administración del desencanto. Porque si lo que tenemos es un sistema que permite el control mediático, el clientelismo, la partidocracia, el derroche impune y la representación vacía, entonces no hablamos de democracia, sino de su simulacro.
¿El INE es perfecto? No. Entonces no hay excusa para no mejorarlo. Lo que sí sería imperdonable es seguir adorando sus ruinas como si fueran un templo. La democracia necesita crítica, no culto. Reforma, no ritual. Verdad, no fetiches.