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El último grito del príncipe de las tinieblas Por Enrique Diez Piñeyro Vargas
Hoy, este espacio está reservado para quien realmente deja un legado inmortal. Para quien revolucionó la historia de la música y marcó a generaciones enteras desde la oscuridad y la rebeldía. Hoy es para Ozzy Osbourne, el eterno Príncipe de las Tinieblas, que se nos fue el pasado martes 22 de julio de 2025, dejando a su paso más de medio siglo de estruendos, excesos y gloria.
Hablar de John Michael Osbourne, nacido en Marston Green y criado en los barrios obreros de Aston, Birmingham, Inglaterra, es hablar de un ser humano herido en la infancia, víctima de abusos, acosado en la escuela, pero también de un alma sensible que encontró en la música su única salida. No hubo camino fácil. Recorrió bares, tocó puertas y luchó contra su entorno, hasta formar una banda junto a Tony Iommi, Geezer Butler y Bill Ward, inspirados por Cream, Blue Cheer y Vanilla Fudge. Primero fueron The Polka Tulk Blues Band. Luego, una película de terror italiana les dio nombre y sentido: Black Sabbath. Con esa decisión, nació el HEAVY METAL.
Desde entonces, nada fue igual. El primer álbum — con canciones como Black Sabbath, N.I.B. o The Wizard— fue un parteaguas. Ozzy, con su voz ensordecedora y su presencia teatral, le dio rostro y alma al metal. Llegaron obras maestras: Paranoid, Master of Reality, Vol. 4; himnos como Iron Man, War Pigs y Children of the Grave. En la oscuridad encontraron belleza, y en la distorsión, una voz generacional.
Pero Ozzy era demasiado para una sola banda. Su adicción, su caos personal y sus demonios internos lo alejaron de Sabbath. Sin embargo, lejos de caer, resucitó como solista. Gracias al talento y empuje de su inseparable esposa Sharon Osbourne, que lo rescató cuando todos lo daban por perdido, Ozzy inició una carrera en solitario monumental.
Álbumes como Blizzard of Ozz, Diary of a Madman y No More Tears marcaron otra época dorada, colaborando con celebridades de la industria como Randy Rhoads, Jake E. Lee, Bod Daisley, Lee Kerslake, Jerry Cantrell y su inseparable Zakk Wylde. Así, nacieron canciones emblemáticas como: Crazy Train, Mr. Crowley y Mama, I’m Coming Home, Dreamer, entre otros tantos éxitos.
De lo anterior, cabe destacar que Sharon no solo fue su pareja, sino que se convirtió en su escudo, su ancla y su manager. Sin ella, el mito tal vez se habría perdido entre botellas vacías y noches sin fin. Junto a ella, tuvieron tres hijos — Aimee, Kelly y Jack —, sumándose a los tres que Ozzy ya tenía con su primera esposa Thelma Riley, completando así la dinastía Osbourne. Pese a sus múltiples fallas como padre, Ozzy supo mostrarse humano: frágil, contradictorio, pero siempre auténtico. Entre giras caóticas y estancias forzadas en rehabilitación, su figura, lejos de desvanecerse, creció hasta convertirse en mito.
No era un modelo a seguir, sino un sobreviviente. El mismo que un día, completamente drogado, mordió la cabeza de un murciélago real en pleno escenario, pensando que era de utilería. El mundo lo señaló, pero él se volvió aún más icónico. El rock lo destrozó y lo redimió a la vez. Y en ese vaivén brutal de excesos y redención, se convirtió en un ícono cultural, una leyenda que encarnaba no la perfección, sino la resistencia frente a su propio abismo.
A lo largo de su carrera, Ozzy Osbourne fue mucho más que una figura controversial: fue un referente viviente reconocido por la industria, la crítica y el público. Con Black Sabbath, fue incluido en el Salón de la Fama del Rock and Roll en 2006, un reconocimiento que selló su papel como pionero absoluto del heavy metal. Acumuló más de 100 millones de discos vendidos en todo el mundo, recibió un Grammy por trayectoria y varios premios por contribuciones artísticas, incluyendo el Ivor Novello Award por su influencia en la música británica.
Su figura trascendió escenarios, siendo incluso nombrado por MTV como uno de los íconos más influyentes del siglo XXI gracias al fenómeno cultural que representó el reality The Osbournes, el show que lo mostró sin maquillaje ni luces, como un padre caótico y entrañable. A pesar de los excesos, las caídas y las controversias, el reconocimiento lo alcanzó en vida. Su legado no fue solo celebrado por multitudes, sino también por sus pares, quienes lo vieron no como un rival, sino como el referente que abrió el camino con cada grito, cada riff y cada paso tambaleante pero auténtico.
Más allá del mundo anglosajón, Ozzy Osbourne también dejó una huella indeleble en América Latina. Su música atravesó idiomas, clases y generaciones, encendiendo almas desde Monterrey hasta Buenos Aires. El Ozzfest, su mítico festival, encontró en el público latino una energía única, visceral, que lo conmovía profundamente. México fue una de sus paradas más queridas, donde los fans coreaban sus canciones con devoción casi religiosa. Siempre mostró un respeto genuino por sus seguidores de habla hispana, agradeciendo su lealtad con presentaciones memorables y mensajes en español que brotaban del corazón. En cada país donde se presentó, dejó claro que el metal no tiene idioma, solo intensidad.
Y entonces llegó el último acto. El sábado 5 de julio de 2025, Ozzy regresó al origen, al corazón de Birmingham, para regalarle al mundo su despedida: el concierto titulado “Back to the Beginning”, celebrado en un abarrotado Villa Park, bajo un cielo grisáceo que parecía contener las lágrimas de miles. Las presentaciones fueron simplemente frenéticas. Durante más de 10 horas ininterrumpidas, sobre el escenario desfilaron leyendas del rock. En una antesala triunfal, bandas como Metallica, Guns N’ Roses, Slayer, Anthrax, Alice in Chains, Pantera —por citar algunas— rindieron tributo al hombre que abrió el camino.
Pero cuando Ozzy tomó el micrófono, con la voz quebrada pero el alma intacta, el tiempo se detuvo. Interpretó sus himnos como solista con la misma energía de antaño, cada uno coreado como si fuera el último. Y entonces, en el clímax emocional de la noche, aparecieron en escena Tony Iommi, Geezer Butler y Bill Ward. El estadio tembló. Las lágrimas brotaron. Black Sabbath se reunía una última vez. Y cerraron con un Paranoid que fue grito de guerra, acto de amor y epitafio perfecto. Ozzy, destrozado físicamente pero invencible espiritualmente, entregaba su cuerpo, su alma y su historia en ese escenario. No fue solo un concierto: fue un ritual de despedida, un testamento sonoro, una noche que ya es parte de la leyenda.
Estaba físicamente devastado, cargando consigo una avanzada enfermedad de Parkinson genética diagnosticada años atrás, además de varias operaciones en su espalda. Su cuerpo ya no respondía como antes: por ello, apareció en escena sentado en un trono, símbolo de su realeza en el mundo del rock y reflejo de su frágil condición. Aun así, su entrega fue total. Sudó cada nota, cantó con el alma desgarrada. Fue su adiós, su homenaje. Allí podíamos empezar a comprender que se estaba despidiendo de nosotros con lo que más amaba: su música y su público.
Fue este martes 22 de julio, rodeado de sus seres queridos, cuando Ozzy se marchó de este mundo, pero no de la historia. Su legado es eterno. Nos deja más que discos y conciertos: nos deja una forma de entender el arte, la rebeldía y la libertad.
Ojalá las nuevas generaciones se acerquen a su música. Que escuchen con atención, que sientan lo que millones sentimos. Porque Ozzy no fue solo un cantante: fue un fenómeno cultural, un guerrero herido, un genio incomprendido. Y porque hay figuras que no mueren, solo cambian de escenario.
¡Ozzy, gracias por todo! Te llevaste tus demonios, pero nos dejaste tu grito.
«I’m just a dreamer, I dream my life away.»
– Ozzy Osbourne, Dreamer –