#Opinión 📝 || “La migración bajo fuego: Los Ángeles como espejo del mundo”
Por Enrique Diez Piñeyro Vargas
Los Ángeles, California, metrópoli de contrastes y símbolo del sueño americano, hoy arden no por el clima californiano, sino por las tensiones políticas que cruzan sus calles y sus comunidades. La ciudad, históricamente refugio para millones de migrantes, enfrenta un asedio no declarado por parte del gobierno federal encabezado por Donald Trump: tropas federales desplegadas, comunidades en resistencia, gobiernos enfrentados. El epicentro ya no es solo geográfico: es ético, legal, económico y profundamente humano.
El conflicto no es casual. Bajo la administración republicana del presidente Trump, la política migratoria ha sido usada no como herramienta de gestión estatal, sino como instrumento de confrontación. La movilización militar dirigida desde el Pentágono a Los Ángeles representa más que una estrategia de seguridad: es una declaración simbólica de supremacía federal contra la autonomía de un estado que ha decidido priorizar la dignidad humana sobre la obediencia burocrática.
California no se doblega. El gobierno estatal, encabezado por el demócrata Gavin Newsom, ha reafirmado su compromiso con los derechos humanos, negándose a colaborar con medidas que, lejos de resolver, enrarecen el clima social y fracturan los lazos comunitarios. La tensión entre el poder federal y los gobiernos locales pone a prueba los límites del federalismo estadounidense, reviviendo un debate tan antiguo como la Constitución: ¿quién tiene la última palabra cuando la justicia y la legalidad se enfrentan?
Militarizar la migración tiene costos altos: en vidas, en recursos, en democracia. El despliegue de fuerzas no resuelve la raíz del fenómeno migratorio, pero sí deja claro un mensaje político: quien desafíe al gobierno federal será confrontado con músculo y retórica incendiaria. Lo peligroso no es solo la fuerza, sino la narrativa. La criminalización de las protestas, la posible infiltración de actores desestabilizadores y el riesgo latente de que la Casa Blanca capitalice el caos en recurso electoral, son alarmas que no deben ignorarse.
En medio de este contexto, la presidenta Claudia Sheinbaum Pardo asume una postura firme pero mesurada. Sin caer en las provocaciones y señalamientos por parte de los voceros del gobierno norteamericano, ha exigido respeto irrestricto a los derechos de los connacionales, llamando al diálogo y reiterando la urgencia de atacar las causas estructurales del conflicto. México, país de migrantes que históricamente ha sido puente entre el norte y el sur, entre la expulsión y la esperanza, hoy también se convierte en país de interlocutores. Y su voz, en medio del ruido, representa una oportunidad de diplomacia humanista que puede amortiguar los excesos del autoritarismo.
Pero la crisis migratoria no llega sola. La guerra de aranceles impulsada por Donald Trump ha desestabilizado economías, roto cadenas productivas y puesto en evidencia la vulnerabilidad de las economías interdependientes. Así, a la tensión humana se le suma el caos financiero, como si los puentes entre las naciones estuvieran siendo destruidos, uno a uno, en nombre de una soberanía mal entendida, que confunde el poder con el aislamiento.
La ciudad de Los Ángeles y las que se empiezan a unir bajo estas expresiones son hoy el espejo donde se refleja uno de los dilemas más complejos de nuestro tiempo: ¿cómo responder a los desplazamientos humanos masivos sin perder el sentido más elemental de humanidad? La migración no es un crimen, es consecuencia de la pobreza, de la violencia, del cambio climático, de la desigualdad estructural entre países.
Querer pensar que se resolverá con muros, detenciones o despliegues militares, es no entender —o no querer entender— la raíz del problema. La verdadera pregunta es cómo establecer un equilibrio entre la protección de las fronteras y la defensa de los derechos humanos; cómo aplicar la ley sin que ello signifique pisotear la dignidad de quienes huyen por sobrevivir.
Más que una crisis migratoria, estamos frente a una prueba de civilización. Lo que está en juego no es solo una política pública ni la gestión de flujos poblacionales. Lo que está en juego es la forma en que los Estados —especialmente las democracias— deciden tratar al otro, al vulnerable, al que no tiene papeles, pero sí historia, necesidades y aspiraciones.
La respuesta no puede quedarse en el terreno de lo jurídico o lo administrativo. Se requiere una visión política con altura de miras, y sobre todo, una brújula moral. Es ahí donde el derecho internacional, los acuerdos de cooperación binacional, y el compromiso real con los derechos humanos deben dejar de ser discursos diplomáticos y convertirse en acciones concretas.
La respuesta también debe surgir desde lo local. Los gobiernos estatales, las comunidades, así como las organizaciones civiles, han demostrado que es posible generar entornos de solidaridad y resistencia ante políticas federales excluyentes. El verdadero contrapeso no siempre está en un Congreso, a veces está en el barrio, en la red de albergues, en el activismo jurídico, en la voluntad política de quienes entienden que defender a los migrantes es también defender la democracia.
Que no nos confunda el ruido mediático, ni las narrativas de miedo que buscan justificar la represión. Detrás de cada protesta migrante hay una historia rota que busca reconstruirse. Detrás de cada bandera que se ondea en una marcha hay esperanza de ser vistos, de ser escuchados, de ser tratados como personas. Y detrás de cada decisión de Estado, debería haber una conciencia ética, no una estrategia electoral.
“No podemos construir nuestro futuro sin ayudar a quienes están obligados a huir de su pasado.”
– Angela Merkel –