80 AÑOS DESPUÉS:
LAS SOMBRAS DE LA GUERRA Y LA URGENCIA DE NO OLVIDAR
Por Enrique Diez Piñeyro Vargas
Durante esta semana Europa completa se encuentra conmemorando el 80 aniversario del fin de la Segunda Guerra Mundial. Por citar un representativo ejemplo, el Reino Unido volvió a vestirse de historia. No fue una fiesta o tampoco un acto político común. Fue un ritual de memoria. En el corazón de Buckingham, el rey Carlos III encabezó la ceremonia en alusión a uno de los acontecimientos que marcaron a todo ser humano durante el siglo XX.
Con la participación del actor Timothy Spall, citando extractos del discurso de victoria pronunciado por Winston Churchill el 8 de mayo de 1945, un desfile militar con la participación de más de 1,300 miembros de las fuerzas británicas, soldados de la OTAN y Ucrania, mismo que no fue solo una simple coreografía patriótica, sino un recordatorio estruendoso de que la libertad se defiende, se honra y sobre todo, se agradece.
La presencia de veteranos de guerra, hombres que vieron el rostro de la guerra de cerca, devolvió humanidad al recuerdo. El sobrevuelo de los históricos Dakota, no surcó solo el cielo londinense, sino también las fibras más profundas de la Europa que una vez colapsó. Lo anterior, no únicamente son detalles estéticos: fueron símbolos vivos de una memoria que se niega a morir. Y es que recordar no es sólo mirar atrás; es preguntarse ¿qué aprendimos?, si es que hemos aprendido algo.
La Segunda Guerra Mundial no fue un accidente ni un mal día en la historia. Fue el resultado de una acumulación de errores, resentimientos y egoísmos. Tras concluir la Primera Guerra Mundial, Europa se vio incapaz de curar sus heridas. El Tratado de Versalles humilló a Alemania más de lo que la corrigió. Por consecuencia, la desesperación económica y social fue el motivo perfecto para que un líder autoritario como Adolf Hitler ascendiera al poder, promoviendo una ideología que mezclaba nacionalismo extremo, odio racial y expansionismo militar.
Entre los años 1939 y 1945, el planeta entero tembló. Más de sesenta millones de muertes, millones de desplazados, ciudades reducidas a cenizas y generaciones enteras marcadas por el trauma. ¿Cómo se cuenta algo así? ¿Cómo se mide una pérdida de esa magnitud? Cada ciudad bombardeada, cada soldado enterrado, cada madre que no vio regresar a su hijo, nos recuerda que las guerras no solo destruyen países: destruyen civilizaciones.
Si hubo un hecho que puso en jaque a la humanidad fue el Holocausto. Seis millones de judíos asesinados sistemáticamente, junto con millones de gitanos, personas con discapacidad, homosexuales y opositores al régimen nazi. El horror no fue solo la muerte; fue la frialdad con la que se ejecutó, la logística que lo volvió posible. ¿Cómo sobrevivimos a eso como especie? ¿Cómo nos atrevemos hoy, en pleno siglo XXI, a permitir discursos de odio como los que citan los jefes de estado de las grandes potencias como Donald Trump o Vladimir Putin que suenan peligrosamente similares?
Fue en el año 1941, que los Estados Unidos de América veía la guerra desde lejos. Pero el ataque a Pearl Harbor orquestado por la fuerza aérea del imperio japonés despertaría a un gigante. Tal acción, lo cambiaría todo. El presidente Franklin D. Roosevelt entendió que el conflicto no era ajeno, que la amenaza era global. Y con él, el general Dwight D. Eisenhower, el mismo que se convirtió en pieza clave del tablero militar. Su liderazgo y estrategia en el Día D desembarcando sus tropas en Normandía, fueron decisivos para comandar a los ejércitos aliados y liberar Europa.
Winston Churchill, primer ministro británico, fue más que un líder político: fue un símbolo de resistencia. Mientras las bombas caían sobre Londres, él levantaba la moral de una nación. A su lado, figuras como el canadiense William Lyon Mackenzie King, el australiano Robert Menzies, el general Charles de Gaulle desde la Francia Libre, y la participación de lósif Stalin cuidando los intereses de la Unión Soviética, consolidaron una coalición que, aunque tensa, supo unirse en lo esencial: detener al fascismo y preservar la civilización.
Ocho décadas después, el mundo parece haber olvidado lo que significa estar al borde del abismo. Observamos guerras estúpidas en curso, líderes autoritarios que utilizan la mentira como herramienta principal en sus discursos para acaparar a las masas, gobernantes que pactan con criminales para acceder al poder, así como conductas llenas de racismo, odio y divisionismo que se normalizan en las redes sociales. Con lo anterior, pareciese que todo lo vivido fue solo un paréntesis incómodo que el presente quiere cerrar con prisa. Eso es inaceptable y no podemos permitir que siga teniendo cabida.
Conmemorar el fin de la Segunda Guerra Mundial no se transmite en un acto ceremonial o en una postal para la historia. Es una obligación moral. No basta con recordar uniformes ni repetir discursos: hay que sostener el compromiso de preservar la paz, incluso cuando eso implique incomodar a los poderosos, confrontar narrativas cómodas o señalar los peligros que muchos prefieren ignorar. Si algo nos ha enseñado la historia, es que el olvido es el mejor aliado del horror.
“En la guerra, resolución. En la derrota, desafío. En la victoria, magnanimidad. En la paz, buena voluntad.”
– Winston Churchill –