Constitucionalismo social vs populismo constitucional
Reconocida como la primera constitución que incorpora los compromisos sociales a la normativa suprema, la Ley Fundamental emanada del Constituyente de Querétaro en 1917 se erigió en una expresión de las aspiraciones y objetivos de transformación de la sociedad mexicana ante una realidad de desigualdad y de injusticia social. A los postulados de organización política federal con separación de poderes y derechos y libertades básicas de las personas, que veían a los integrantes de la sociedad en lo individual, se agregó la perspectiva de lo colectivo: educación universal, titularidad de la tierra en el campo y derechos en las relaciones de trabajo para el actor colegiado en el proceso económico.
Con el triunfo de la Revolución Mexicana, el orden constitucional construido en torno a las libertades ciudadanas incorpora como rasgo característico el propósito de ir a la solución de la cuestión social identificada en Los Sentimientos de la Nación, pero todavía sin una expresión normativa sobre el papel asignado al Estado; se asignaron tareas al poder público emanado del nuevo arreglo de cosas en la sociedad y sujeto a esa voluntad política constituyente.
Con ese punto de partida, la Constitución de Querétaro alcanzó la categoría de símbolo de la unidad de la Nación en torno a la forma y fines de la organización del poder. En lo esencial, la sujeción del poder a la ley y la trilogía de las libertades para las personas, la igualdad social para el pueblo y la soberanía para la Nación; no a la concentración del poder o rechazo del absoluto sobre la sociedad, y Estado con identidad nacional conformado para salvaguardar las libertades básicas y ejercer las capacidades públicas a favor de un orden con acceso universal a los beneficios del progreso.
Se establecieron mandatos fundamentales para los poderes públicos. El recorrido crítico de su atención y cumplimiento demanda reconocer serios rezagos y desequilibrios en su cumplimiento; destacan la realidad de la preeminencia del poder ejecutivo sobre los poderes legislativo y judicial, al grado de desvirtuar el principio de la separación de poderes, y la larga postergación del sufragio libre y la competencia política con equidad para el acceso a los cargos de representación popular. Entre las argumentaciones para sustentar la deformación del sistema presidencial y la tutela de los derechos políticos de la ciudadanía figuran la prevención ante las amenazas en contra del carácter soberano de la Nación y el cumplimiento de los compromisos de carácter social; se adujo que la fortaleza y preeminencia de la presidencia son necesarias ante los apetitos políticos de fuera y las expresiones y ambiciones de la reacción de dentro, al tiempo que el instrumento de acción política obtenido con la sangre y por las armas debía estar a salvo para cumplir con el cometido revolucionario. En la síntesis de la rendición de cuentas estarían la erosión de las libertades y derechos de las personas ante una presidencia con límites formales, pero no reales en los ámbitos legislativo y judicial o del pacto federal, la ausencia de elecciones con la incertidumbre democrática del resultado y, desde luego, la pervivencia de la desigualdad social, la pobreza y la miseria después de décadas de establecidos el compromiso y los medios para hacerlo.
Una buena parte de las modificaciones a nuestra Constitución durante la transición democrática se dirigió al establecimiento de normas e instituciones garantes de las libertades políticas de la ciudadanía y la premisa del sufragio auténtico como sustento del acceso a las funciones ejecutiva y legislativa, así como al equilibrio del poder presidencial: orgánicamente con la pluralidad en el Congreso y un Poder Judicial autónomo basado en un servicio de carrera, ambos en capacidad para limitar al Ejecutivo, así como con el establecimiento de diversas funciones ejecutivas en ámbitos de autonomía.
Permanecen, desde luego, con su propia ruta de evolución, los derechos sociales postulados en 1917, mismos que, sin demérito del arribo de otros que se elucidan para complementarlos, también son objeto de modificaciones. Sin embargo y aún con el reconocimiento a los avances de casi 11 décadas, la desigualdad social es hoy una realidad lacerante. Para una Nación que escenificó la primera revolución social del siglo XX, los resultados son, por decir lo menos, decepcionantes e insuficientes. La pervivencia en el tiempo de la cuestión social y su atención tan gradual y paulatina parecen estar en el corazón del nutrido conjunto de modificaciones a la Norma Suprema planteadas en la recta final del anterior período presidencial y que dominan el recién iniciado. Así, las reivindicaciones sociales -salarios, vivienda, pueblos originarios, subsidios a personas en desigualdad o desventaja- conviven con los planteamientos de concentración del poder en la presidencia de la República, como las elecciones judiciales, la militarización de la seguridad pública y la Guardia Nacional y, aún en proceso, la reasignación de atribuciones de órganos reguladores o autónomos al ámbito de la administración pública federal y la ampliación de la prisión preventiva oficiosa por la sola denuncia de ciertos delitos. Concurre la sociedad mexicana a un proceso complejo de reformas constitucionales que van al fondo de la Norma Suprema como espacio político de identidad y como símbolo de unidad de la Nación, habida cuenta de los valores que contiene, la sustentan y le confieren sentido para cumplir su función de ordenar el poder y darle cauces para su acción.
Por un lado, las reformas que, aún en la polarización y las diferencias en el mundo de las ideas de las fuerzas políticas representadas en el Congreso, alcanzan el consenso; son las que buscan atender la cuestión social. Y, por el otro, las reformas sin consenso que, al diluir e incluso derruir controles al ejercicio del poder, colocan en grave riesgo las libertades y los derechos de las personas ante ese poder concentrado formal y materialmente.
Algunas reformas fortalecen el constitucionalismo social y la identidad nacional con sus contenidos; otras debilitan el Estado constitucional y la unidad nacional en torno al valor democrático de sus contenidos. En el desequilibrio entre libertades políticas y derechos sociales en sede del ejercicio del poder se cuela un populismo constitucional que erosiona el objetivo esencial de toda Ley Fundamental controlar al poder y evitar el absoluto.