#Opinión 📝 || “CUANDO LA JUSTICIA SE VUELVE PLEBISCITO”
Por Enrique Diez Piñeyro Vargas
En México, cada reforma constitucional es un acto que conlleva un profundo simbolismo. Representa no sólo un cambio en la norma suprema, sino una declaración sobre el tipo de país que se quiere construir. Algunas reformas han ampliado derechos, fortalecido instituciones o abierto cauces democráticos. Otras, en cambio, aunque envueltas en lenguaje popular, han desdibujado el equilibrio republicano en favor de una voluntad unipersonal. La propuesta de reformar el Poder Judicial para que sus integrantes sean electos por la vía del voto popular se enmarca con claridad en este último concepto.
El reciente triunfo electoral del partido Morena y sus aliados en 2024 no sólo les dio una mayoría aplastante en el Congreso de la Unión y en casi todos los congresos locales; les dio también la llave para reescribir la Constitución a conveniencia. Con ese poder en la mano, han decidido emprender una reconfiguración del sistema judicial bajo el argumento de “devolverle al pueblo el poder de elegir a sus jueces”. El discurso suena democrático, pero es profundamente problemático.
En el fondo, lo que se está desarrollando no es una reforma judicial técnica, sino una batalla política por el control de uno de los pocos contrapesos que han resistido la presión del poder Ejecutivo. La relación entre ambos poderes ha sido tensa, marcada por resoluciones judiciales que en el pasado reciente frenaron proyectos presidenciales, y por una narrativa presidencial que ha tachado al Poder Judicial de “corrupto”, “elitista” y “enemigo del pueblo”. En ese contexto, esta reforma luce más como una revancha que como un genuino esfuerzo por acercar la justicia al ciudadano.
Lo anterior no significa que el Poder Judicial esté exento de críticas y errores. Por el contrario, urge reconocer con honestidad que la justicia en México sigue siendo lenta, inaccesible, costosa y lejana para millones de personas. Su estructura arrastra inercias nocivas, con cientos de ejemplos de opacidad en la carrera judicial, el elitismo de sus órganos superiores, y una rentabilidad institucional que no corresponde con el gasto público que representa. Pocos poderes han sido tan blindados frente a la exigencia de rendición de cuentas como el Judicial. Es claro que necesitaba una reforma, pero no cualquiera.
Un elemento que empaña aún más la legitimidad de este proceso lo fue el caótico, opaco y profundamente cuestionable mecanismo de selección de aspirantes que participarán en la elección. Lo que debió ser una convocatoria rigurosa y transparente se convirtió en una verdadera simulación. Miles de registros fueron aceptados sin filtros mínimos, con postulaciones improvisadas, personajes sin trayectoria jurídica o con vínculos evidentes a partidos, gobiernos, e incluso con el crimen organizado.
La supuesta insaculación que representó ser más propia de una rifa que de un proceso de Estado, terminó por confirmar la ligereza institucional con la que se está abordando algo tan delicado como la integración del Poder Judicial. Lo que se vive es, sin matices, un cochinero que ofende al profesionalismo judicial, ridiculiza el sistema de méritos y deja claro que esta reforma no busca fortalecer a la justicia.
La antesala de este proceso ha estado marcada por un espectáculo lamentable. Muchos de estos aspirantes sin trayectoria jurídica real, ni vocación institucional, utilizan las redes sociales como pasarela política, reduciendo una aspiración de alto calado constitucional a una competencia de popularidad y ocurrencias. Hemos visto videos, eslóganes y autopromociones que rayan en la ridiculez, reflejando no sólo la improvisación del mecanismo, sino la profunda banalización de la función judicial.
Mientras eso ocurre, millones de ciudadanos —aquellos para quienes se dice que se reforma el sistema— no dejan de hacerse preguntas elementales: ¿cómo se votará entre decenas de nombres desconocidos?, ¿cuándo y cómo sabremos quién ganó?, ¿cuáles son los mecanismos de fiscalización que se implementan en el proceso?, ¿qué garantías habrá para resolver impugnaciones de forma legítima? Preguntas lógicas que, sin embargo, parecen insignificantes para quienes creen que respuestas rebuscadas, llenas de tecnicismos jurídicos, son suficientes. Asumen que la ciudadanía entiende por sí sola un modelo complejo, cuando en realidad ha sido dejado en la opacidad informativa.
Otro aspecto de análisis, no menor, es el costo integral de este ejercicio. Desde su diseño hasta su ejecución, el proceso representa un despilfarro que no ha sido explicado ni justificado con seriedad. El gasto económico y la logística para organizar una elección de esta magnitud con cientos de candidaturas simultáneas en juego es gigantesco, y sin precedentes.
En ese vacío de reglas, se ha dejado abierta una peligrosa puerta: la intervención de estructuras gubernamentales y partidistas, que influyen en la promoción, financiamiento y movilización del voto. Como ejemplo, tenemos el escándalo en el que fue exhibido el gobernador de Nuevo León, Samuel García, interviniendo abiertamente en el proceso, condicionando a empleados de su administración a participar en el mismo promoviendo a aspirantes. En este sentido, la justicia, lejos de fortalecerse, corre el riesgo de ser colonizada por intereses políticos disfrazados de voluntad popular.
No deja de ser paradójico y preocupante que incluso dentro del propio oficialismo haya voces que, en privado, reconocen los excesos, riesgos y errores de esta reforma. Gobernadoras, gobernadores y funcionarios de alto nivel que, sin compartir del todo los alcances de esta transformación judicial, deberán responder a la encomienda de garantizar una alta participación en sus entidades. El costo de no cumplir no es menor, y el precio de disentir puede ser la marginación política. Así, se confirma que en este nuevo modelo institucional, la lealtad política pesa más que la reflexión jurídica o el interés público.
Serán las autoridades electorales quienes, una vez más, cargarán con la responsabilidad de garantizar legalidad, certeza y confianza. Y es justo reconocer que, con todo y las críticas, el Tribunal Electoral, el INE y los órganos electorales locales buscarán cumplir con ese deber. Pero lo harán en un entorno adverso, vigilados por el poder y con el riesgo permanente de convertirse muy injustamente en chivos expiatorios si el proceso fracasa.
Por estos antecedentes y con pleno respeto a quienes crean y manifiesten otro enfoque, consideramos que la elección popular de ministros, magistrados y jueces representa un error estructural. El sistema de justicia no puede quedar sometido a las reglas del juego electoral. Elegir impartidores de justicia bajo la misma lógica con las que se elige por ejemplo a diputados o alcaldes pone en riesgo su imparcialidad, su independencia y su función esencial: proteger los derechos, incluso contra la mayoría.
Faltan escasos días para conocer el desenlace. En el fondo, este experimento no es sino el reflejo de un país sin oposición efectiva ni contrapesos reales. Cuando el poder se acumula sin límites, cuando no hay voces capaces de frenar los excesos, y cuando la técnica se sacrifica por la ideología, los resultados nunca son buenos para la democracia.
El juicio más importante, en este momento, no es el que emitan las urnas, sino el que hagamos como sociedad. Sobre qué tipo de país queremos construir y qué tanto estamos dispuestos a ceder en nombre de una supuesta soberanía popular que, en realidad, puede esconder la voluntad de someterlo todo a una sola visión de poder, tal y como sucedía en el pasado, y contra lo cuál, los actuales dueños del balón basaban sus luchas democráticas.
«La justicia no debe ser una rama del poder político, sino su límite.»
– Montesquieu –