Antítesis
Aumento al Salario Mínimo 2026
Por Mario Flores Pedraza
El reciente aumento del salario mínimo en México para 2026, de 278.80 a 315.04 pesos diarios en la zona general, equivalente a un alza del 13 %, no es un simple ajuste técnico: es una decisión con implicaciones políticas, sociales y morales. Fue aprobado por unanimidad en la Comisión Nacional de los Salarios Mínimos (Conasami), donde convergen el gobierno, los empresarios y los sindicatos. Esa convergencia, en un país donde la fragmentación ideológica y los intereses de clase rara vez se alinean, es un signo político poderoso. El nuevo salario entra en vigor el 1 de enero de 2026.
La fórmula detrás del aumento responde a un principio doble: inflación más un componente de recuperación salarial, que podríamos llamar MIR (Meta de Ingreso Real). El primer componente garantiza que el poder adquisitivo no se erosione; el segundo apunta a recuperar terreno perdido por décadas de estancamiento y rezago salarial. Esta fórmula representa, en esencia, una política de justicia distributiva: no se trata solo de mantener a flote el ingreso, sino de acercarlo a un nivel que permita a los trabajadores vivir con una dignidad mínima.
En contraste con los augurios catastrofistas de ciertos sectores conservadores, la evidencia empírica muestra que estos aumentos no han detonado inflación descontrolada, ni destruido empleo formal. De hecho, estudios serios sugieren que los efectos sobre el mercado laboral han sido moderados, incluso positivos, y que los principales motores de inflación en México siguen siendo los precios internacionales de alimentos, combustibles y bienes importados, no los salarios mínimos. Elevar el ingreso base no ha desatado una tormenta macroeconómica: ha traído, por el contrario, alivio a millones de familias.
El impacto en la vida cotidiana es tangible. Desde 2018, cuando comenzó esta política de aumentos sostenidos, el ingreso laboral real ha mejorado para los sectores más vulnerables. La pobreza laboral ha disminuido en varias regiones del país y muchas familias que antes vivían en la precariedad extrema hoy pueden cubrir, al menos, lo básico: comida, transporte, educación, salud. Por primera vez en décadas, trabajar no equivale automáticamente a sobrevivir al borde del abismo. No es una revolución, pero sí un giro de timón.
Y sin embargo, no es suficiente. El nuevo salario de 315.04 pesos diarios aún está lejos de cubrir lo que un hogar mexicano promedio necesita para una vida plena. Si el objetivo es alcanzar, hacia 2030, un ingreso que cubra al menos dos o más canastas básicas por trabajador, estamos todavía en la antesala del cambio real. Además, el salario mínimo es apenas uno de los elementos que configuran la justicia económica. Sin una política integral de empleo formal, acceso universal a salud, educación, vivienda y servicios públicos de calidad, este aumento corre el riesgo de convertirse en un gesto noble pero insuficiente.
Conviene recordarlo: aumentar el salario mínimo no es un acto de caridad, sino de corrección histórica. Es reconocer, como lo planteó Aristóteles, que la justicia consiste en dar a cada uno lo que le corresponde según su función en la comunidad. El trabajador mexicano ha sostenido por décadas la economía del país bajo condiciones indignas, con ingresos que en muchos casos no alcanzaban para comer. Corregir eso no es un favor: es un acto de restitución moral.
Este aumento, entonces, no debe celebrarse como un triunfo definitivo, sino como una señal de que otro horizonte es posible. No es el final del camino, sino su inicio. Pero también es un mensaje político claro: cuando el Estado, los empresarios y los trabajadores se sientan a la misma mesa con seriedad, la dignidad puede comenzar a dejar de ser un ideal abstracto y convertirse, poco a poco, en una política pública concreta.






































