#Opinión ✒️ || “La generación Z que despertó sin pedir permiso“
Por Enrique Diez Piñeyro Vargas
La política mexicana acaba de recibir un recordatorio incómodo: la generación que el poder creyó apática, distraída y desinteresada acaba de llenar las calles. La marcha que protagonizó la Generación Z no fue una protesta juvenil más. Fue una irrupción. Una señal. Un aviso de que algo en el país está cambiando en lo más profundo.
Y no marchan por los mismos motivos que las generaciones previas. Marchan porque se cansaron de que otros decidan sobre su futuro. Marchan no para ser escuchados, sino para ser contados. En un ecosistema político que suele hablarles desde la condescendencia, ellos respondieron desde la contundencia: “Aquí estamos.”
La Generación Z creció entre dos realidades simultáneas: la narrativa del poder explicando lo que “es” la democracia y la realidad cotidiana demostrando lo que la democracia no está siendo. Y esa fractura se vuelve evidente cuando, mientras los jóvenes reclaman seguridad y un país posible, ocurre el homicidio del alcalde Carlos Manzo en Uruapan, Michoacán, un hecho que no solo sacudió al país sino que exhibió, una vez más, el profundo deterioro institucional. Es una señal clara de que el Estado está siendo rebasado precisamente en aquello que más exige esta generación: la garantía de la vida y la seguridad.
Por eso no compran discursos. No se arrodillan frente a ideologías. No creen en caudillos, partidos ni templos políticos. Creen en causas. Hablan un idioma distinto, donde la legitimidad no proviene de la voz más fuerte sino del dato más verificable; donde la autoridad se construye, y se pierde, en cuestión de segundos. No protestan por nostalgia ni por dogmas, sino por congruencia. Son hijos de la era del escrutinio permanente, y ese escrutinio lo aplican tanto a gobiernos como a oposiciones.
Históricamente —salvo el movimiento estudiantil de 1968— las grandes marchas en México tuvieron rostro adulto. Esta vez no. Esta vez los adultos asistieron, pero los jóvenes encabezaron. Y esa inversión simbólica importa. Es una generación que no le pide permiso a nadie para ejercer ciudadanía. No esperan invitaciones del poder ni instrucciones de la oposición. Crecieron reparando las fallas de los mayores: violencia normalizada, movilidad restringida, precariedad laboral, miedo a opinar, apatía inducida.
Es importante señalar que existe un vicio recurrente de la vida pública mexicana, uno que lamentablemente se repite cada vez que una causa ciudadana logra cobrar fuerza: la infiltración de grupos pagados cuya única misión es provocar, alterar, enfrentar y luego justificar el titular cómodo que reduce todo a “violencia” o “disturbios”. Esos grupos, que no representan a la marcha ni a sus razones de fondo, terminan generando los roces con las fuerzas de seguridad. Y así, la nota principal deja de ser el mensaje de los jóvenes y pasa a ser un vidrio roto o un enfrentamiento artificialmente construido, diluyendo el legítimo origen de la protesta.
Por eso les resultó particularmente ofensivo el intento del gobierno por descalificar o minimizar estas expresiones ciudadanas. Un error político y moral. La historia demuestra que ninguna autoridad gana enfrentándose a su juventud, y menos cuando esa juventud llega más preparada, articulada y consciente que muchas burocracias completas.
Ellos ya no aceptan esas fallas como “inevitables”. Quieren reescribir el contrato social que heredaron. Marcharon porque entienden que la democracia no se hereda: se defiende. Porque saben que el silencio también es una forma de renuncia. Porque identifican que el poder, cualquier poder, tiende a confundir mayoría con impunidad.
Los estrategas de siempre repiten una frase tan cómoda como falsa: “Los jóvenes no participan.” La marcha de la Generación Z destruyó esa idea en un solo día. Los jóvenes sí participan, solo que no bajo los moldes de la política tradicional. No acuden a las élites, no buscan intermediarios, no negocian desde la sumisión.
Y tal vez convenga recordar algo elemental: muchos de los que hoy ostentan cargos públicos fueron, alguna vez, oposición. Marcharon, protestaron, denunciaron, reclamaron, bloquearon calles, encabezaron causas y abrazaron consignas. La incongruencia no está en que los jóvenes salgan a manifestarse; está en que quienes antes exigían apertura hoy pretendan regatearla.
La protesta no fue un arrebato ni una moda. Fue un parteaguas que expresa algo más profundo: la Generación Z exige un Estado que entienda el siglo XXI. Un país donde la seguridad esté garantizada, la tecnología no sea amenaza, la transparencia no sea excepción, la justicia no dependa de influencias y la participación ciudadana no se reduzca al día de la elección. Quieren instituciones que funcionen, gobiernos que expliquen, representantes que rindan cuentas y políticas públicas que respondan a la evidencia, no al capricho.
Cada generación tiene un evento que define su conciencia pública. Para esta generación, esta marcha puede ser ese momento. Porque una vez que un joven pisa la calle para defender lo que cree, ya nunca vuelve al mismo lugar. Quizá el poder aún no lo entienda, pero lo entenderá: la Generación Z no despertó para volver a dormir.
Y México —su política, su democracia, su futuro— jamás volverá a ser el mismo después de que la generación más vigilada, más informada y más impaciente de la historia decidió tomar el espacio público y declarar: “AQUÍ COMIENZA NUESTRA ERA.”
“Se es joven cuando se está lejos de la docilidad y el servilismo, si se cree en la solidaridad y en la fraternidad. Cuando se tiene la voluntad de hacer y no de poseer; cuando se sabe vivir al día, para el mañana; cuando se ve siempre hacia adelante. Cuando la rebeldía frente a lo indeseable no ha terminado.”
– Jesús Reyes Heroles –






































